Por Federico Aliende
El reloj digital marcó las 20.50 con números intermitentes y débiles debido a la irregular tensión eléctrica. Cifras parpadeantes en un rojo escarlata moribundo.
Diez minutos para que corten la electricidad.
Diez minutos para que el sudor caliente empape las espaldas del matrimonio obeso del 2º “I” ante la falta del aire acondicionado; y la misma cantidad de minutos para que los niños malcriados del 5º “F” le protesten a su madre por no poder usar su consola de videojuegos.
Sí, seiscientos segundos para que el anciano del 6º “E” se vea obligado a permanecer en su decrépito monoambiente ante la imposibilidad de utilizar los ascensores.
Diez minutos para que Ana me libere de mis recurrentes pensamientos fatalistas.
“The Great Gig in The Sky” de Pink Floyd empezó a sonar en el pequeño microcomponente ubicado en la repisa del comedor. Gerry Discroll lanzó su tajante “Y no tengo miedo de morir, cualquier momento está bien, no me importa. ¿Por qué debería tener miedo de morir? No hay razón para ello, tienes que irte en algún momento”; y Julián no pudo evitar sonreír. Tenés que irte en algún momento, claro que sí: el asunto es saber cuándo, pensó mientras se prendía un cigarrillo.
En aquel decimoctavo día en estado de sitio, con toques de queda y provisiones irrisorias de alimentos, Julián recibió la que sería su última llamada telefónica. Del otro lado, una voz femenina y automática le informó que, hasta nuevo aviso, no debía presentarse en la sede de tribunales. La misma emisora mecánica citó el número de la resolución y el nombre de los jueces firmantes antes de finalizar la comunicación.
Todo se estaba destruyendo, solo que ahora comenzaba a hacerse visible. La noticia le resultó indiferente; hacía años que el trabajo apenas le importaba. Pensándolo mejor, llegó a la conclusión de que desde hacía cinco años sentía a la vida como un árbol solitario y apenas visible en medio de un vasto campo. Indiferencia y alejamiento le eran sinónimos dentro de sus elucubraciones. Cinco años en piloto automático, alejado de todo y de todos.
Tocaron a la puerta y para su sorpresa, se dio cuenta de que aquellos tímidos golpes lo alegraban.
–¿Quién es? –preguntó sabiendo quién se encontraba del otro lado.
–Yo, Julián, dale, abrime. Falta poco para el toque –respondió una voz, femenina y joven.
Al abrir la puerta, Ana, la vecina del departamento “B”, entró al pequeño living trayendo consigo la vianda que los militares le habían dado hacía menos de media hora.
La música inundaba ya todo el ambiente cuando la maldita e irregular tensión provocó un descenso abrupto en el volumen.
Ana fue hasta la cocina y guardó en la alacena unas galletas que había traído. Julián escuchaba la canción con los ojos cerrados; ya era la hora: de un momento a otro, el silencio dominaría el departamento.
El calor iba a ser agobiante por la noche. Habían pronosticado unos treinta y cinco grados. Sonaron las sirenas.
–En dos minutos se corta la electricidad. Se inicia el toque de queda –dijo una voz ronca por megáfono allá abajo.
A diferencia de Julián, Ana había hecho de aquel departamento su provisorio locus amoenus, un lugar inexplicablemente seguro para ella. Desde hacía diez días, ella se apresuraba para atravesar el largo pasillo y llegar al departamento de Julián antes que cortasen la energía.
Después de la orden, la ciudad entera se quedaba sin electricidad, ausencia que se contaminaba e interrumpía con el encendido de velas, el uso de linternas y alguna que otra lámpara de emergencia y kerosén.
A él le resultaba agradable ver desde su balcón cómo las personas comenzaban a poblar los ambientes con luces de los más variados colores. Julián creía que la mixtura y confluencia de luces formaba una intangible aura tenue y solemne que se propagaba en esas noches de plena incertidumbre.
La música desapareció de un instante a otro y la heladera pareció emitir un quejido al detener su motor. Por unos instantes todo quedó en penumbras y Ana fue rápido hasta el living y miró a Julián, certificando que él aún siguiera allí a pesar del corte eléctrico.
–Estoy acá, Ana, no me fui con la luz, tranquila.
–Siempre nos pasa lo mismo. Otra cena sin comida caliente.
–Tenemos los sándwiches de las viandas.
–Es verdad, los ricos y nutritivos sándwiches –bromeó.
La sombra de él fue hasta la repisa y tomó una de las velas circulares. La prendió y la luz creada se sumó a los cientos de ellas que se observaban ya en todos los hogares y departamentos; aprovechó el fuego para prender de nuevo la brasa de su cigarrillo. La mezcla de tabaco y nicotina se sintió al instante, al igual que el humo gris y espeso que inundaba el living penumbroso.
Lo primero que se apreciaba al entrar al departamento era el ventanal con balcón y vista a la calle que se extendía por casi todo el largo del living. Desde allí se lograba una vista aérea de más de treinta metros que mostraba gran parte de la zona norte del barrio. La cocina a la izquierda de la puerta de entrada y un pasillo mediante el cual se accedía primero al baño y luego a la habitación, completaban los ambientes del modesto departamento. En el lado lateral derecho, luego de sortear la mesa y las sillas donde comían, se ubicaba una ventana por la que podían verse los departamentos y balcones del edificio lindante; ambas edificaciones separadas por diez metros de vacío absoluto hasta llegar al patio del encargado del edificio de Julián.
Ana fue hasta la ventana y se sentó en una de las sillas. Miró hacia enfrente, descubrió la amplia variedad de luces provenientes de los departamentos de la construcción aledaña e inclinó hacia delante su cuerpo para contemplar la iluminación de los pisos inferiores.
–No puede ser que sigan con la misma postura de no dejarnos salir de la ciudad –se quejó aún colgada del balcón.
–Hace ya casi un mes que empezó y aún no saben las causas; deben estar más que nerviosos. Tal vez sea mejor así, acordate de los primeros días: todo fue saqueo y violencia.
–Los toques de queda, las viandas y los cortes de luz parecen rutinas propias de una cárcel.
–Y sin embargo falta para que esta realidad termine por convertirse en una cárcel definitiva. Todavía no nació en nosotros el deseo de libertad.
Se sintió culpable. Una vez más el pesimismo y su maldita costumbre de exteriorizarlo. Sin poder evitarlo, recordó una de las segundas leyes de Murphy: si algo puede empeorar, de seguro lo hará.
El humo del cigarrillo se disipó por el techo oscuro y la brasa pequeña y de un brillante rojo escarlata se encendió con furia. Siempre empeora, pensó antes de volcar un poco de ceniza en el cenicero.
Julián fue hasta la cocina y tomó una lata de cerveza.
–Ya está tibia, y además es la última.
–Tal vez sea la última que aún exista en todo el mundo.
–Vamos a tener que disfrutarla como a ninguna, entonces.
Abrió la lata con facilidad y después de darle un largo trago se la pasó a ella. La compartieron sin decir una palabra, y en menos de cinco minutos Ana tomó el último trago y Julián aprovechó para prenderse otro cigarrillo.
–¿Sabés por qué me siento segura acá, en tu departamento?
–No –le contestó.
–Qué lacónico. ¿Nunca te preguntaste por qué te pedí hace ya diez días dormir en tu sofá? ¿No te resultó raro que la vecina a la que te cruzabas algunas mañanas te pidiera quedarse en tu living?
–Me resultó raro, sí, pero…
–Seguro que tus especulaciones fueron de un lado hacia otro, ¿no? Pendeja oportunista, pendeja rápida…
–Ja ja, yo no dije eso. Me resultó raro que recurrieras a mí. Calculo que tenías otros vecinos con los cuales te tratabas más.
–Tu departamento fue siempre un refugio mental en mis peores días.
–¿Un refugio?
Ella en sombras y en silencio; y él esperando una respuesta de un momento a otro. Le dio otra pitada. Una larga y profunda pitada.
–Si te lo cuento ahora vamos a tener menos para hablar en los próximos días…
Julián consideró que el argumento de Ana era válido. Después de todo, no sabía cuánto tiempo más estarían encerrados por las órdenes de los militares.
Toques de queda, oscuridad y caos inminente. Se preguntó si así era el inicio del fin, o al menos, el comienzo de un suceso en la historia que dividiría a la misma para siempre.
Julián fue hasta el balcón principal y se apoyó sobre la baranda de metal. Desde allí podía ver la calle diminuta y oscura y el camión militar estacionado con su escuadra de seis soldados moviéndose como hormigas frenéticas de un lado hacia otro. Alguno de aquellos militares sería el encargado de manipular el reflector ubicado sobre el camión. La poderosa luz blanca y los constantes gritos por megáfono comenzaban a constituir parte de una nueva realidad.
El aire, caluroso y enrarecido. Una noches de enero diferente a cualquier otra de veranos pasados.
Miró a Ana y la descubrió frágil y asustada como una niña orgullosa que no quiere pedir ayuda pese a haberse perdido en la playa.
¿Cuáles serán nuestros lugares cuando la maldad se apodere de la ciudad?
Ella fue hasta donde se encontraba Julián, quien tenía ahora la mirada perdida en el omnipotente cielo penumbroso.
–Julián.
–¿Qué?
–Tengo miedo.
–Ya lo sé.